CONTRA LA PARED nace en un asilo en el que conviven 94 personas internas. Son, en su mayor parte, ancianos de avanzada edad, pero también discapacitados físicos y enfermos mentales. Sumergirse en su vida diaria es asistir a un tedioso ritual que, pautado apenas por la comida y la cena, se reitera un día tras otro y año tras año. La circularidad absoluta del tiempo los envuelve en un bucle sin proyección ni sentido en el que las horas giran absortas, dramáticamente atentas a la vacuidad de un transcurso en el que el ser toma conciencia plena de su heideggeriano ser-para-la-muerte.

Varados hora tras hora en sus butacas, muchos de los internos no disponen de dinero para pagarse un café o un paquete de cigarrillos y no reciben, nunca, ninguna visita. Son la punta del iceberg de una sociedad en la que la exaltación de la juventud, la belleza, el dinero y el poder son otros tantos talismanes que debemos poseer en algún grado y en la que la ambición de ser parece reducirse a ser más poderoso, más rico, más joven o más bello. Quienes, por una u otra razón, quedan al margen de este mundo diabólico de pseudovalores, son sistemáticamente olvidados por los reclamos de una cultura que, puesto que nada espera de ellos, los relega a las orillas de la existencia.

La realidad que presenta CONTRA LA PARED se escribe fuera del triunfalismo político y de la abducción solapada de nuestra sensibilidad por los medios de comunicación.

A los cientos de miles de ancianos y discapacitados a quienes quiere re-presentar (lo que es tanto como volver a hacer presente, en tiempo y forma, aquello a lo que no se ha prestado la atención debida) no los conoce nadie. ¿Qué mejor manera de re-integrarlos a una sociedad que los ignora que asomar nuestra lente a la soledad de sus rostros, o a la deformidad de sus manos, y presentarlos tal como este mundo implacable los ha condenado a vivir?

Once personas sentadas frente a la cámara. Son el grado cero del posado. Nada en ellas se pliega a la tentación de seducir o de seducirse a través de una imagen que ni siquiera reclaman. En todos los espejos, y la fotografía es uno de ellos, buscamos aquello de nosotros que consideramos atractivo para el otro. Todo imagen especular encubre un diálogo imaginario. Nuestra imagen “habla” para aquel Otro interior a quien el cuerpo, siempre interrogante, se dirige. Apenas el otro, los otros, desaparecen, nuestra imagen se desploma. ¿Se han vuelto invisibles ante sí mismos? ¿Habrá operado de tal modo la deprivación afectiva, la marginalidad o la anulación fáctica del individuo que ha conseguido desactivar en ellos la tentación de contemplarse en una iconografía que, radicalmente excluida de la plástica de los media, sólo puede verse y ser vista como  indeseable, ominosa o abyecta?

Once seres humanos que acatan sin preguntar cuando se les pide que posen de espaldas, sin otro horizonte por venir que el que media entre la doble quemadura de unos ojos que miran y la proximidad asfixiante de una pared cualquiera.